Un último viernes con unos amigos, retomamos la costumbre de ir al cine
en el arranque del fin de semana. Digo retomamos, porque hacía mucho que
habíamos dejado de hacerlo y digo un último viernes, porque no sé cuando
terminaré publicando esto y pegaba con el título.
Los motivos de la abstinencia eran varios, bastante correría en la
semana invitaba apenas a un encuentro gastronómico y también, la poca sorpresa
que nos propone el cine en los últimos tiempos dejaba poca voluntad para meterse
en una sala. Por mi parte, soy de los que protestan cuando alguien habla o come
en el cine o cuando, lo que aparece en la pantalla, no es más que el producto
reiterado de una máquina de fabricar salchichas.
Voy a hablar de cine tan sólo como excusa, no tengo autoridad,
conocimiento ni conciencia para realizar una crítica, pero nada me desautoriza
a hablar de lo que ví esa noche.
Se trata de una película argentina, dirigida por un tal Armando Bó y
producida por el Delfín superagente, padre de la criatura directora entre otros
productores y méritos.
Estos Armando y Víctor, llevan en la sangre, el amor y el coraje con que
el abuelo y padre, salió a desafiar a su mundo pacato con toda la desfachatez y
el valor que hace falta, para una misión tan difícil como la que se propuso. La
obra de Don Armando Bó, el abuelo fallecido, es considerada hoy de culto kitch
y otros honores injustamente tardíos. Contaba eso sí, con una actriz fetiche,
la muy famosa Coca Sarli, que sabía solucionar con solvencia llamativa, en
épocas recatadas en que siliconas no había, lo que hubiera que resolver. Lo que
estaba en la pantalla, era todo de ella y lo demás, que era talento y riesgo,
sobraba. Faltaba Strasberg, pero abundaba calentura.
El último Elvis me pareció tan valiosa, que alguno de mis amigos que no
la consideró tan buena, admitió que valía la pena, tan sólo por bendecir al
cielo, que por fin una me había gustado.
Pero no estoy aquí para agradecer a quienes me aguantan con tanto
cariño, me encargo personalmente de hacerlo, como ellos a mí por soportarlos.
Eso no es más que amor.
Vayamos al film.
Carlos es un hombre que un día se transformó en el Rey. Quiero decir
que, en algún momento de su vida, decidió ser Elvis. A diferencia del
verdadero, nuestro Elvis es pobre, trabaja en una metalúrgica para vivir, pero
su pasión, es imitar a Presley y lo hace muy bien. Actúa en shows de fiestas
sociales mediocres y clubes de barrio. Tiene una voz espléndida, menos potente
que la del grande original, pero posee un calor que hace vibrar las fibras más
finas del alma. Toca el piano y la guitarra con gusto y calidad, pero tanto
talento, apenas sirve para rozar esos encuentros de tercera categoría, mal
pagos, y sometido a una organización burocrática y atroz, que paga mal, tarde y
de yapa, maltrata a aquellos que hacen del arte, su lugar en el mundo del como
pueden en la vida.
Nuestro Elvis entonces es un loser que transita por el suburbio surero
bonaerense, en un desvencijado Ford Fairlane LTD, que le hace sonar la música a
su V8 por los Siete Puentes de Lanús y que tiene una mujer y una hija con las
que no convive. A la mujer la llama Priscilia y a la hija Lisa María, que es el
nombre con la que los padres la anotaron. Carlos es Elvis, tanto lo es, que la
vida de Carlos, es la vida de Elvis.
Y
aquí tenemos el milagro del film. Salimos del cine sabiendo que no hemos visto
otra cosa que la vida del buen Elvis. Las salvedades, son el juego que este
nuevo Armando nos regala.
Como en toda obra grande, hay mucha tela para cortar y depende de la
locura del que agarra la tijera. Sabemos que no es exclusivo mérito de la obra
de lo que de ella se saca, por ese motivo yo, que de sastre tengo poco, es
posible que no le saque todo el partido que se merece. Mejor, así habrá lugar
para que otro siga con la posta.
Carlos vive una vida aparentemente sórdida. Está casi todo el tiempo
sólo, la mujer lo desprecia, la hija apenas si logra atravesar la barrera de su
ostracismo, no tiene intimidad con otros. Es respetado donde se lo encuentre y
todos lo llaman por su nombre que por supuesto, no es otro que el de Elvis.
Salvo la mujer, que no lo tolera y maldice cada vez que puede el día en que lo
conoció.
En lo personal, soy de los que han escuchado a Presley y lo escucho hoy.
Me gusta su música y me he dedicado a
curiosear sobre su vida, como la de otros que me llamaron la atención. A medida
que pasaba el film, tenía cada vez más la certeza de que la vida de nuestro
Elvis en el Cono Sur, es idéntica a la de aquel hombre que cambió la música
popular para siempre. Y no es porque se lo hayan propuesto, es lo que les tocó
y lo que los dos supieron desde siempre. Me atrevo a sugerir, que los espacios
donde Presley vivía, en lo íntimo de su vida cotidiana y de su alma, no eran
muy diferentes a aquellos en que nuestro Elvis transita por el film. La
sordidez está por dentro. Tal como ocurre con el nuestro, la vida para Elvis
Presley, sólo tenía sentido, cuando cantaba arriba del escenario.
Supongo que no es muy original para quien es ovacionado por miles o por
millones. Lo llamativo por decir algo, es que el de los Siete Puentes, apenas es
aplaudido por un par de centenas.
Lo sabroso es, que nuestro Elvis está conforme con lo que le toca. Él
sabe que tiene un don y que eso no es sencillo de llevar. Se lo declara a su
hija en algún momento. Sabe que es un elegido y que siempre estará vigente,
como debía ocurrir con aquel que murió hace tanto.
La película avanza con la picardía suficiente para que nos metamos en la
aventura de sospechar, que la fantasía y la realidad, son territorios confusos,
que la locura y la cordura, cargan con una zona gris donde pocos se atreven.
El argumento es valioso y no lo voy a relatar, no tiene sentido que lo
haga para el que ya la vió y menos para el que todavía merece hacerlo, pero voy
a citar algunos detalles para el cierre.
Salvo en contadas situaciones, las locaciones son sombrías, tanto en la
vida cotidiana de Elvis, como en los shows. Sin embargo, hasta en el cementerio
de heladeras contiguo al lugar donde trabaja nuestro héroe, las escenas no son
opresivas, él está siempre en su lugar, aún con la cólera que le produce lo
sorpresivo. Pasa por la vida con una sola certeza y es, que él es el elegido.
Esa es su locura. Está presente también, la locura del verdadero Elvis en un
trasfondo, la de la mujer del de acá y la de muchos otros, esos que viven las
vidas de Freddie Mercury, la de Charly García o la de John Lennon y que como
él, los significan y los aceptan.
Esto nos dice que hay un mundo que entiende que la realidad es otra, esa
que nosotros suponemos es para ellos de otra dimensión, como lo es, la de
nuestro protagonista para nosotros. Hay una diferencia, él sabe que está en un
mundo absurdo que no juzga y sabe además, que es el elegido. La diferencia no es
sutil. Él no juzga y éste es el objeto de éste artículo, lo que viene después,
es de yapa.
Ellos son otros, son distintos y son raros.
Están un poco locos y algo de lo que nos muestran, suele ser peligroso también.
Nuestro héroe está atrapado en su locura, nuestro héroe es también un hombre
libre.
La libertad y la prisión participan de zonas figuradas, tan abiertas y
tan oscuras, como la realidad y la fantasía.
Y
tiene un precio.
Entre el Cadillac que manejaba el Rey y el Fairlane que maneja el nuestro,
entre los Siete Puentes donde pasa el Fairlane y aquel que cubre la bahía de
Oakland del Graduado con que juega el film, hay espacios difíciles de medir.
¿Realidad y fantasía es el debate?
Sigamos con el cine: ¿Se acuerdan
de Matrix?
Ya que cargaron con la molestia de llegar hasta acá, les propongo hacer
clic y disfrutar de estos regalos. Ojo, hay que ver los dos, si no, es trampa.
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