miércoles, 1 de octubre de 2014

Relatos Salvajes

Era difícil que los Relatos Salvajes se salvaran de este espacio después de todo el ruido que armaron.
Debo confesar que llegué a la butaca, acompañado por mi hija menor, mi mujer y mi habitual desconfianza, alimentada por tanto traqueteo de prensa y de nombres famosos. Habitualmente, el exceso de figuras, asegura una feria de vanidades que terminan pagando la obra y el espectador.

Pero esta vez, el buen juicio de los que han participado, el liderazgo del director o la mano fina de algún colega experto, lograron que aquello que pasó por la pantalla, haya colocado a Relatos Salvajes, en el selecto grupo de películas, que considero de las más importantes en mi vida por su calidad y por lo que me estaba atravesando cuando me tocó chocar con ellas. Es la única argentina y ha inaugurado el primer dedo de la otra mano.

Szifron ya me había entornado la puerta de la otra mirada en Tiempo de Valientes, tanto es así, que merece que la vuelva a ver para refrescar aquella impronta que me ha quedado.
Pero ahora en ésta, que esperó algo menos de diez años, no me ha dejado escapatoria. La puerta se abrió de par en par y como ocurre con los personajes del film, he quedado acorralado en la ratonera de la evidencia.

Creo haber leído que Chejov, buscaba llevar al lector hasta el borde del precipicio. Dejaba que sintiera el abismo bajo sus pies para luego, sin que lo advirtiera, con una frase o palabra, lo corría a un lugar seguro. Y eso es lo que Szifron ha hecho al menos conmigo.

Si todavía no la vio, acepte este consejo, deje lo que está haciendo y vaya corriendo al cine más cercano. Si le da fiaca, siga leyendo que en una de esas lo convenzo. No se preocupe, al final, el chico se casa con la chica.

El abuso al más débil, la hipocresía, la arrogancia de los poderosos desde el estado Kafkiano o desde aquellos que saben contar los billetes, la segura mano de Satán que ofrece lo que nadie puede decir que no, quedan expuestos en algunos minutos, sin máscara alguna. La rebelión de los que la luchan hasta las últimas fuerzas posibles, permiten que a veces, el precipicio quede algo distante y otras, no da revancha.  

Son seis historias breves relatadas como si Ford o Carver se hubieran complotado. Pero en Relatos Salvajes, la complicidad es de un porteño con un manchego y eso, es tan explosivo como sabroso.

Cuando una obra sale de su creador, somos los otros los que nos apropiamos de su criatura y es ahí donde me voy a meter, en los pliegues en que el autor, me la dejó picando.
Y no fue justamente el resultado de la furia que desata el descontrol lo que me ha resonado, ha sido el modo en que la obra expone a los unos y a los otros en el encuentro de esa criatura, que hace varios siglos, alguien sentenció que es capaz de ser, el lobo de su propia especie. Quizás parezca rebuscada la mirada, la verdad eso creo, pero como solía decir aquel gran filósofo del arbitraje, así lo veo yo.

El primer cuento nos advierte que el ahora famoso bullying, no es un patrimonio exclusivo de las primeras edades. Alguien se encargó de contarnos, que el niño es un perverso polimorfo pero parece, que cuando crecemos, la cosa va de mal en peor. El majestuoso final del cuento, que no merece que relate, va más allá de los límites de un hombre bastardeado y traicionado por amores y deberes. Szifron, desde el film anterior, como en Los Simuladores, nos deja señales de toda la condición humana pintada desde su aldea. Esta vez para mí, el final que ha elegido, expone la decisión de aquel que se rebela de la suerte que le ha tocado pero a mí, elípticamente, me sugirió también, que las Invasiones Bárbaras apenas han comenzado hace trece años. Si no la vio, quizás no entienda mucho estas palabras, si la vio y no le resulta claro, siga hasta el final, ya le dije que voy a hacer todo lo posible por mover su, como decirlo en buen romance, culo.

El segundo relato tiene como escenario, un restaurant solitario de carretera digno del Bosque Petrificado. Una Emma Zunz, esta vez camarera del restaurant, es una joven tímida y no tan decidida como la borgeana. Pero lleva en la sangre igual que la otra, la misma necesidad de justicia contra la impunidad del responsable del martirio de su padre. Esta joven, duda entre la ley impuesta y la mano propia, pero el destino lo resuelve en la piel de su compañera cocinera que aparece, como el otro yo del Doctor Merengue con ideas exóticas.
Pero el director nos agrega un regalo. Pone en juego una “víctima inocente” y aquí le agradezco el pliegue del autor.
Cuando se está por desencadenar el crimen, un micro trae como si nada, al hijo adolescente del monstruo. Si antes dudaba, ahora el deber cívico, crece en esta nueva versión de la Emma escindida. Pero la cocinera, la otra parte de ella, aporta el ancho de espadas y lo tira sobre la mesa, sin que el espectador lo registre:

-       A estos hay que matarlos de chiquitos- sentencia- porque en cuanto crecen, se transforman en unos hijos de puta como el padre.

Demonios, demonios son. Algunos, es sencillo encontrarlos y otros, se agazapan entre las sombras.
Un guiño de un ojo en el final, nos deja de este lado del abismo.

Como en las mejores escenas de guerra, lo que sigue ocurre en un puente. Es tan solo un duelo cuerpo a cuerpo, donde en el inicio, un apuesto joven transita en un auto de alta gama, con su posición económica evidente, su cultura y la arrogancia de propiedad clásica, de los habitantes del centro de su país. Todo lo que se presenta es hermoso, hasta el paisaje magnífico de una ruta solitaria de la provincia de Salta.
En el otro rincón, nos encontramos con un auto destartalado y antiguo y un conductor feo, pobre y quizás algo sucio.
Quienes amamos los autos y el cine, no podemos olvidar a Dennis Weaver en Duel de Spielberg. Sin embargo, en esta versión de lucha a muerte, no hay velocidad ni efectos especiales. Lo que abunda es sudor, dolor y mucha bronca.
¿Pero, dónde el director me dejó el regalito?
Hay bastante tela para cortar en la sorda bronca de los que se quedan fuera de la fiesta y acosan a aquellos, a los que la vida les sonríe, pero sólo voy a resaltar un detalle.
Luego de una pelea desigual, en la que el joven fino queda atrapado y tiene las de perder, se logra dar vuelta la situación, escapa de la escena del puente y se libera de aquel que se lo quería cargar para el otro mundo.
Pero lejos de aumentar la distancia y dejar atrás el puente del suplicio como el buen juicio lo recomendaría, descubre por el espejo retrovisor la indefensión del otro. Es entonces que el antiguo joven elegante, que se encontraba acosado por la barbarie, regresa para terminar el trabajo. Poco importa si la cultura o la suerte te han atravesado nos advierte el autor. Cuando la necesidad se impone o cuando el demonio aparece, la ley de la selva nos llama para cubrir nuestro destino. Lo que sigue, es fruto de las circunstancias que contienen nuestro aliento.  

Y es entonces que nos topamos con el héroe del film del que tanto se ha hablado. Un nuevo Kafka redivivo atrapado en El Proceso (vaya expresión), encara una cruzada justiciera en una sociedad sorda y ciega, que escucha y mira y que cuando habla, parece que el marciano es uno. Por supuesto, como nuestro sufriente checo, el protagonista sólo encuentra burocracia e incomprensión, hasta en el espacio íntimo de la alcoba.
Un final a lo Radowitzky, lo transforma en el héroe que no sólo el film ovaciona, sino que además, los comentarios posteriores de la prensa y de los medios se hicieron eco.
Y otra vez la picardía del director me sorprende.
Eligió al actor indicado para ese papel. Quizás para los otros papeles haya ocurrido lo mismo, pero para éste, es evidente hasta para un aficionado como el que escribe.
Darín es un héroe de nuestro cine solito, sin que necesite que se lo vista con nada. Si se busca un héroe, busque a Darín.
Pero hay dos escenas en que el director nos entrega el juego simbólico de los grandes surrealistas.
Arranca con la escena de los abogados y los conyugues, baja el ritmo del film y nos regala el prejuicio de la mirada de los otros. Como el retador que apunta al mentón, nos señala la pequeñez de aquellos que están para ayudarnos con nuestras miserias y nos advierte, que Los Otros, Otros son.
El cierre es majestuoso. Transforma una cárcel en un jardín de infantes. Los duros hombres que habitan la prisión, parecen carmelitas descalzas y en el final hollywoodense, la mirada de la esposa al héroe, me recuerda aquella de la mina a John Wayne, en algún film del viejo Hughes.
El círculo de la ironía de esa noche en la pantalla me decía:
¿Se lo creyeron?
No se olviden que yo, soy un mosquetero más de Los Simuladores.
Y las máscaras de la comedia y de la tragedia, nos saludan desde los comentarios del twitter en off.

El cuento que sigue no tiene pliegues. Quizás me haya resultado el de mayor crueldad. El Fausto es tan evidente que no deja respirar. Un pobre jardinero recibe una oferta a la que no puede decir que no. Alcanzaría con la trampa de mentira y de muerte, si no fuera que Szifrón, otra vez nos lleva hasta la cornisa, donde lo miserable del bípedo implume vestido de seda, con miseria queda. Otra vez el director, baja el tono del relato en una negociación perversa y cuando creíamos que ya nos había corrido de la cornisa, un golpe nos sacude y nos advierte:

-       Yo te avisé.

La pantalla se pone negra, quedamos solos frente a la muerte y estamos listos para el final a toda orquesta:

Un mundo de Almodóvar se presenta con todo su talento en un casamiento judío, porteño, de clase media alta, en un salón de hotel de cinco estrellas. Comienza sencillo con claroscuros, luego surgen los clásicos bailes iluminados y las rondas del primer sher. La cámara nos coloca en un encuentro de la novia, con una pareja de parientes llegados presumiblemente de la Tierra Prometida.
La joven entre las palabras, descubre la cruel máscara de la traición y sin anestesia, se despliega un Gran Guiñol que en su inicio, nos lleva al abismo de la joven agobiada, a la terraza del hotel. Las luces de la Reina del Plata engalanan el fondo de pantalla. El mundo ilusorio de la joven se derrumba. Pero al igual que lo que ocurrió con la joven camarera, un Dr. Merengue disfrazado de cocinero, con dos palabras, en una escena de surrealismo fino, transforma el agobio de la desilusión infantil, en furia de hembra decidida a ir por todo.
Es una magnífica historia de amor, las máscaras se van cayendo como ocurre en un miércoles de ceniza y aquí van los pliegues que el director me ha regalado.
La mujer de la pareja que presumiblemente viene de Israel, hace el siguiente comentario:

-       Qué linda Buenos Aires- dice con su acento extraño- lástima la inseguridad- remata.

Es poco probable que para un israelí, ése sea un tema a abordar y lo hace, cuando la evidencia de la traición se pone en juego. Szifrón nos coloca en el conflicto bélico del mundo actual, tanto desde el modo en que remata el primer cuento, como con un comentario absurdo para habitantes de uno de los sitios menos tranquilos del mundo desde hace décadas.
Pero el director dejó el postre de la fiesta para después:
Cuando la locura ya se había desencadenado y transitamos un ácido final de fiesta con la familia deshecha, los reclamos pasados y el desborde atrapado en el desengaño y el dolor, la novia, con su blanco vestido ensangrentado con el rojo de su rival, camina por el centro del salón al grito:

-       ¿Y el pastróm?, ¿Cuándo sirven el pastróm? – Exige en una pasarela de sillas volteadas y gente por el piso.
-        Pasamos una semana discutiendo si servíamos el pastróm con lo todo que costaba- exige casi gritando, en el inicio del cierre de las últimas escenas.

Para algunos y solo algunos de los que somos parte de ese grupo humano que hasta hace tres o cuatro generaciones, apenas se alimentaba con cebollas, ajo y papas cuando había, el pastróm a las cinco de la mañana en los casamientos, bar o bats, luego de tanto manjar regado con lo más costoso, nos representa un insulto grosero a la memoria de los relatos de las abuelas o de los cuentos de Scholem Aleijem.

Szifron termina la película con la ironía de esta hermosa historia de amor, regada con el sabor extraño que nos deja un pepino agrio, después de haberle dado un mordisco a la torta de casamiento.
Juega con lo bizarro del que hasta la muerte nos separe y vuelve a la mueca de que el amor siempre triunfa.

Cuando salí del cine, me propuse dos cosas:
La primera es la de escribir estas líneas y la otra, la de publicar un trabajo que venía evitando para sortear ceños fruncidos y dedos acusadores.
Este joven me ha animado y ahí está en:


Deberes y Derechos Humanos en la Argentina del Siglo XXI


Si ya llegó hasta aquí, gracias por haber leído y gracias también si se difunde.