miércoles, 21 de agosto de 2019

Es una curda nada más



Un día cualquiera murió Pichi Fernández. Abracé a sus deudos en el velorio y homenajeamos al muerto recordando momentos compartidos.

Algunos de los presentes lo hicieron del modo en que él hubiera preferido. Ellos hablaron de negocios y evocaron conjuros que sabía traer Pichi, para atenuar matices poco amables de la vida.

Me pareció oportuno en el medio de su última escena, escribir a modo de cuento, la historia de uno de esos negocios que como el arte exige, merecía que terminara fallido y de esa forma, me ofrecía una flor de mano para evocarlo de cuerpo entero.

Y aquí va:

Tiempo después le dije a Pichi, que quizás me haya apurado un poco en apretar a los tipos y él, con su sonrisa habitual, me adelantó que el fulano nos estaba haciendo perder el tiempo y que por ese motivo, había hecho bien en apretarlos. La cosa es que los tipos arrugaron cuando les mostré el cuadro de inversión.

A Pichi nunca le interesaron los números, había una pasión por el dinero en él sin dudarlo, pero toda esa franela de los estudios de guita, prefería dejarla en manos de aquellos que creíamos saber. Un negocio es un negocio, cuando la idea revienta la cabeza de alguien, solía decir y al menos a mí, ese negocio me tenía la cabeza explotada.

La cuestión, es que nos fuimos al lugar los tres, con el tipo que se había quedado con la administración de las monjitas, estaba en el pleno centro de la ciudad y había servido hasta hacía poco, para que aquellas que dedicaron su vida a cuidar a los otros, pudieran vivir a la hora del retiro con merecida dignidad. Pero en esos tiempos que corrían, el lugar estaba totalmente vacío y el tipo que se hacía pasar por el administrador, nos adelantó que las habían fletado para otra parte.

El lugar era enorme, incluso para albergar a un grupo completo de modestas monjitas retiradas. Era un edificio entero que pasaba de calle a calle y al menos, había cuatro pisos para arriba y mientras caminábamos, el tipo nos aseguró que además tenía un sótano.

Pichi ya me había advertido de que Pablo le revienta la cabeza al más pintado y aparte de nosotros, que estábamos enamorados del aliento de su influjo, al tipo administrador también se la voló y Pichi dale que te dale con los negocios.

A mi me tocaba medir, calcular y anotar en mi cuaderno auxiliar, el dale que te dale de las ideas que salían de los genios y caminábamos por un montón de salas iguales y repetidas, como ocurre si uno se topa con un montón de carmelitas descalzas.

Y Pichi decía que acá vamos a poner un grupo para yoga, acá más atrás otro para estudiar hologramas, del otro lado haremos danzas y jardines de infantes y por allá universidades alternativas. El administrador con cara de nada, movía la cabeza para arriba y para abajo y Pablo no hacía otra cosa más que estudiar, hasta que nos tocó investigar el lugar del sótano y ahí, como el pavo real que nos tiene acostumbrado, Pablo desplegó sus plumas.

Costó llegar a la escalera, unos cuantos santos y candelabros dificultaban para llegar, pero Pablo, como un tigre que huele a la presa, se adelantó al grupo y pasó por encima de todo ese lío santo.

Llegamos juntos con Pichi y los dos nos encontramos con Pablo arrodillado, casi rezando. Era tal el hallazgo, que no merecía hacer otra cosa sin sentir que se estaba profanando. Y los tres susurramos casi en simultáneo, que estábamos parados apenas a pocas cuadras del obelisco. Habló primero Pichi:

     -     Con menos de la mitad de esto, los europeos hacen una fortuna.

El lugar era una capilla de arcos romanos muy sencilla, pero con la característica de esas carmelitas. Quien estaba en la cruz colgando, no era el hijo del Creador con el taparrabos que la historia le ha impuesto, sino que quien nos debía estar juzgando, con la mirada serena y colgando en la cruz, era la mismísima Santa Teresita, vestida con el hábito para que se la recordara como lucía en vida y también, como ocurre con el famoso taparrabos, para guardar su pudor. A pesar del desorden del camino al lugar, ese espacio mantenía el cuidado que merece una capilla y en este caso además, tenía la particularidad de estar críptica y al menos, con tres metros de tierra por encima.

Pablo abrazó a Pichi y los dos se lanzaron al:

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis;

Si bien recité alguna vez el poema que hizo conocida a la Sor Juana, no recordaba más que sus dos primeras palabras, mientras que Pablo y Pichi, algo más viejos que yo, llegaron hasta el final de la primera estrofa. Pablo nos prometió que se iba a encargar de hacer un bandón medieval del poema completo y que lo iba a colgar en alguno de los muros de la capilla.

Le insistí a Pichi, cuando los tipos se bajaron, que debíamos haber hecho un nuevo intento, porque la idea me rompía la cabeza y Pablo estaba muy decepcionado de no hacer semejante negocio, pero Pichi no dudó en matar el proyecto y nos aclaró que era como gastar pólvora en chimangos.

Pero Pablo no es hombre de renuncias así no más y al otro día lo llamó a Pichi para contarle todo el proyecto y pasada la hora de la cena, cuando uno merece irse a dormir, Pichi me mandó un mensaje.

En esos tiempos ya mis hijas habían dejado de ser chiquitas y ni siquiera habían arribado al hogar en el que todavía compartíamos, mi mujer entre el hastío y la pereza, comía su cena frugal en la cama frente al televisor y yo, me había quedado haciendo eso que muchas veces hago, que es perder el tiempo escribiendo fábulas que nadie lee. Había pasado por alto la cena y Pablo, que no es hombre de achiques, lo convenció a Pichi para que nos encontrásemos en la parrilla que nunca duerme.

Cuando llegué al lugar, Pichi había sido arrasado por el genio de Pablo y ya nada podía hacer él, para volver a su postura de mandar a la mierda al tipo y lo encontré en su posición más peligrosa, que es la de andar revolviendo en esa agenda de tapas de cuero que tiene, ocupada con letras y números chiquititos de los días en que solía tener buena vista. Los mozos conocen a esos dos fugitivos del mundo real y saben esperar los tiempos que necesitan para estar dispuestos a levantar la cabeza. 

Apenas si me saludaron cuando llegué y Pichi ya tenía el dato del director de la big-band con el crooner que lo saca igualito al Sinatra y Pablo tiró un nombre que todos conocíamos y se encargó además de asegurarnos de que la mina esa que parecía imposible, sin dudarlo se iba a sumar a puro riesgo. Mi desconfianza seguía haciendo fuerza, hasta que Pablo llamó a la mina en tamaña hora absurda y créanme, que si yo hubiera estado en la oreja de ella, también me hubiera sumado. Y ya teníamos a la Marlene Dietrich.

Al tercer vino, sugerí que llamar Santa Teresita a un cabaret, por más que pretendiera parecer fino, sonaba a un desafío gratuito y que en horas nomás, entre los curas y las madres de familia, luciríamos heridas de lo más sangrantes en nuestros cuellos. Sin embargo, Pichi no estaba tan seguro e insistía que había que encontrar el modo de publicitarlo, sin que ellos pudieran decir que no. Como muchas veces ocurría con Pichi, deslizó que ya se nos iba ocurrir algo.

Pablo mientras tanto, entre el chori y la morci que Pichi pidió de repetición, después del vacío con las papas fritas a la provenzal que ya nos habíamos engullido, nos explicaba el primer acto de la obra, que como en las otras en las que se había hecho famoso Pablo, los espectadores aceptaban ser parte del espectáculo y estaban obligados a adherir al genio de su talento, hasta que las velas ardieran.

A mi me gusta sin hielo, pero ellos pidieron las dos medidas en las rocas y el tercer acto del strip-tees de la Marlene, nos explicaba Pablo, debía hacerse en privado y solo para quienes estuvieran dispuestos a pagar el precio de quedarse en pelotas, minas y tipos frente a la Santa y a la espera de su turno. Pichi decía que no era muy bueno que la escena se armara tan cerca de la Santa colgada y Pablo entendía que sí, que había que hacerlo en el sótano y en el cuarto que antecede a la parroquia, ese que tiene a la Santa que cuelga en su Cruz y si fuera posible, con vista a la capilla y además, debíamos tener mucho cuidado de que en la cruz igualita a la otra, los ganchos estuvieran bien disimulados de atrás, para que el público pudiera colgarse en pelotas de pies y manos, como ha ocurrido con el ungido y de esa forma pudieran vivir la experiencia de ver al mundo desde ese lugar.

Descubrimos que eso de la parrilla que nunca duerme, es en realidad un eslogan publicitario, porque cuando la noche ya se había hecho bien oscura y las agujas de los relojes de aquellos que todavía teníamos agujas, pasaron holgadamente los límites del día anterior, la muchachada de los mozos, empezó con la clásica rutina de las sillas sobre las mesas y nosotros, que no sabíamos bien a esa altura de cómo era que nos llamábamos, habiendo pasado la tercer ronda de ese líquido que Pichi llamaba Juanito, pero que todos sabíamos que al menos no pasaba de un Criadores, todavía estábamos en veremos.

Y yo consecuente seguidor de los del equipo de los de sin hielo, les aseguré que para el día en que ya se asomaba, en una planilla de Excel, les armaría el bussiness plan y los dos me miraron como si los hubiese insultado.

Cada uno volvió a su casa y al otro día Pichi entendió que no había que hacer nada, que el tipo era un pelotudo y que no merecía tanto talento junto y que además, era incapaz de juntar toda la mosca que apareció en el Excel, ese que me puse hacer al llegar a casa, no sin antes de haber caminado las cuarenta y pico de cuadras que separan mi casa de la parrilla, esa que de grupo nunca duerme, usando el camino más largo que acostumbra a transitar un perdido bebido, tan solo por guardar el oficio.
Así las cosas, Pichi entendió que no estuve nada mal en apretar al tipo y también, hubo que calmar un poco a Pablo que estaba desconsolado, por haber perdido ese negocio, que Pichi aseguraba, iba a ser el golazo del año.