Dos mujeres se miran luego de un breve
diálogo. Las dos se conocen desde hace casi diez años con la cotidianeidad
escasa que otorga la clandestinidad. Lo que saben de cada una, no supera apenas
un ligero espacio cercano a un posible nombre falso (en una de ellas) y el de
un intercambio de historias que las dos suponen oscuras.
La del nombre e historias verdaderas es
mi madre, la otra mujer, esa que discute con ella, es una militante de la Liga
de los Derechos del Hombre.
La época de la escena debe haber ocurrido
poco antes del mundial de fútbol de 1978. Mi hermano y yo, como tantos jóvenes
de esa generación, habíamos estado comprometidos con algunos de los movimientos
políticos desde los finales de los años 60 y de los inicios de los 70 y si
bien, hacía tiempo que nos habíamos alejado (poco antes del inicio de la
dictadura), las noticias sobre las detenciones sin derechos de algunos amigos y
parientes que hasta hacía poco era común verlos en nuestra mesa, era un hecho
habitual. Como todos sabemos, nadie tenía noticias del destino que ellos corrían
y las sospechas estrujaban nuestros angustiados corazones.
Las dos mujeres cargaban sobre sus
hombros una historia de arbitrariedad y de despojo. Siglos de inquisición que
soportaron sus antepasados, pogroms en el país de donde venían y una amenaza nazi de su infancia en una
América brutal, hacía que la inautenticidad del derecho de las dos, lo
sostuvieran como un karma de su condición estable de vida.
La militante no quería admitir la confesión
de esa mujer (mi madre) y al principio, luego de la primera sorpresa, no tuvo
otro camino que discutir. La militante trabajaba de cobradora en un movimiento
que nació, para defender los derechos de la humanidad en una instalada semidictadura, una de tantas de las que transitó la
historia de ese país brutal americano en que a las dos les tocó caer. Hablo de
la década posterior al derrocamiento del Dr. Irigoyen en nuestro país.
Sin embargo, la militante, que debía
contar con un lustro más que mi madre, la
que mediaba la superación del medio siglo, en algún remoto espacio, entendía la
decisión de la otra. El cruce de los ojos de las dos, fue lo suficientemente
completo como para abarcar tanto sufrimiento.
Mi madre, luego de casi una década de
aportar algún dinero a la institución defensora de los derechos del hombre, le
pidió a su visitante que no regresara más y le explicó, con todo el pudor que
llevaba encima pero con la decisión de una leona, que la presencia de esa
visitadora en nuestra casa, para los tiempos que corrían, representaba una
amenaza que nadie podía negar, a pesar de que adhería más que nunca con su
trabajo, pero que ella, mi madre, no quería que la presencia de esa cobradora,
comprometiera su hogar y sobre todo, la seguridad de sus hijos, que ya cargaban
con su pasado político a lo que se le agregaba, su condición de jóvenes
estudiantes y si no fuera suficiente además, la de hombres judíos.
La cobradora militante con años de
visitas a cárceles y prisiones de todo tipo, ya sea por ella misma como también
por hijos y amores que le ha tocado en suerte, le regaló a mi madre, su mejor
cara de desprecio por un tiempo que debo creer, que para mi pobre madre, habrá
sido la eternidad de su ser adulta. Luego, el brillo de esos ojos destelló una
emoción que salió flotando de esas que por lo menos yo, admito no
tener el oficio suficiente para describir. Hoy, que tengo la edad de esas
mujeres o más, agradezco a la vida el no estar obligado a pasar por escena
semejante y éste quizás, sea el motivo más importante que me haya empujado
luego de tanto escepticismo, a volver a la carga con este tema desgraciado.
Porque esa judía miltante del Partido
Comunista quizás, abrocada en el stalinismo de la fortaleza de su coraza, con
esa mirada, me regaló una sabiduría que llevo hasta hoy y que como tanto,
agradezco a todos aquellos que fueron parte de cada gesto que amasó al hombre
que decide hoy atravesar estas líneas. Mi madre y su valentía, se hizo cargo de
su miedo y de su vergüenza, por cargar la cobardía necesaria para salvar
aquello que más valía en su vida. La cobradora en su reproche, cambió su mirada
y en un silencio que para todos fue de un inmenso dolor y de derrota, se
levantó de la mesa y casi doblada, abandonó mi casa para que nunca más la
volviéramos a ver. Pero yo entendí que ella entendió.
Esta pequeña confesión y breve relato, es
parte de un trabajo sobre un tema recurrente que me han propuesto a trabajar, que
es el de los derechos humanos. La presencia de este relato en el blog, obedece
a una recomendación de mi musa inspiradora con su aguda mirada y sus sabios
concejos.
El título que he puesto a este artículo,
viene a cuento de que traje en el trabajo mencionado, el himno que León Gieco nos ha regalado y que le pide al creador,
que la guerra no le sea indiferente:
“es un monstruo grande y pisa fuerte,
toda la inocencia de la gente”
Cierro ese trabajo con una esperanza:
Aunque sea un camino con rumbo incierto,
la búsqueda de la verdad, nos transforma en constructores de caminos y alquimistas
del destino.
Gran articulo. Lo titularia en sentido contrario -la sabiduria de mama- aunque suene un tanto a pelicula de Nini Marshall (otra mujer sabia que sabia hacer hablar a la realidad).
ResponderEliminarQue bien que calo a la militante stalinista -algo que un judio que no este en pedo no puede ser hoy que sabemos que el camarada Stalin mato mas paisanos que su aliado en destruir la Polonia de tus ancestros- y la mando a guardar.
Nada mas hipocrita que un comunista, castrista, maoista o islamista hablando de "derechos humanos" (como los de los 683 que condenaron a muerte de un saque en el democratico Egipto). Hubo 8 paises que se negaron a firmar en 1948 la Declaracion Universal de los Derechos del Hombre de Naciones Unidas... adivinemos: la Union Sovietica, Sudafrica y Arabia Saudita a la cabeza...
Grande tu vieja, me hubiera gustado conocerla.
Corrijo, al menos la he conocido por la obra que ha dejado y que hoy le escribe este merecido homenaje.